El telescopio: la historia del invento que revolucionó la ciencia

Cuando en 1609 Galileo Galilei presentó su nuevo artilugio en Venecia, muchos lo tacharon de diabólico: el cielo –y sus sagrados misterios– se abría ante los ojos del hombre. Esta es la apasionante evolución de aquel tubo con dos lentes: el telescopio.


Hace cuatro siglos nació un invento que habría de redefinir nuestro lugar en el universo. Tachado en su momento como el instrumento más diabólico de la historia, el telescopio sacudió la sociedad hasta las raíces. Al alzar los ojos al cielo nos convencimos de que éramos el centro de la creación, y había razones para ello: desde nuestra perspectiva, todo parece girar en torno a la Tierra. Cuando alguno osaba desafiar esta noción del mundo, su voz era acallada por los poderes religiosos hasta que, entre 1608 y 1609, la venda cayó de los ojos.

Los fabricantes de vidrio sabían desde la antigüedad que una esfera de vidrio podía aumentar imágenes, pero tuvieron que pasar siglos antes de que alguien ensamblara dos lentes en un tubo y mirara a través de ellas. Señalar la fecha, lugar y autor exactos de su invención es controvertido. Los holandeses se inclinan por el 2 de octubre de 1608, el día en que Hans Lippershey patentó un instrumento llamado kijker, que significa mirador. Un moledor de vidrio holandés aseguraba haber inventado un aparato similar, pero el primero en patentarlo fue Lippershey. Como era alemán, vivía en Holanda y registró la patente en Bélgica, más de un país ha pugnado por el honor de su autoría. Sin embargo, como dijo Darwin, "en la ciencia el crédito es del que convence al mundo y no del primero en tener la idea". Por eso la gloria se la llevó Italia, ya que fueron las mejoras que introdujo Galileo las que permitieron usar el aparato como instrumento astronómico. Y como esto sucedió en 1609, las Naciones Unidas declararon 2009 como Año Internacional de la Astronomía.

El diseño de Galileo consistía en una lente convexa para el objetivo y otra cóncava en el ocular. En 1611 el alemán Johannes Kepler fue el primero en usar dos lentes convexas que enfocaban los rayos en un mismo punto. La configuración de Kepler aún se usa en binoculares y cámaras fotográficas modernas y es la base del telescopio refractor.

Galileo acudió a los poderosos y les hizo 'ver para creer', mostrándoles las lunas de Júpiter y las orejas de Saturno. "El propósito de la Iglesia no es determinar cómo van los cielos, sino cómo ir a los cielos", decía a los prelados. Y fue demasiado lejos, porque terminó sus días en arresto domiciliario e intelectualmente olvidado. Pero el año en que Galileo moría, nació el niño que habría de completar su revolución. Isaac Newton nos dio una nueva imagen del universo que sobrevivió 250 años hasta Einstein. "Si he logrado ver más lejos ha sido porque me he subido a hombros de gigantes", escribió. Y así, sobre la herencia de Galileo, Newton inventó el telescopio reflector, que es la base de los actuales. La innovación consistía en usar espejos en lugar de lentes para enfocar la luz y formar imágenes. Entonces el universo se nos abrió en todo su esplendor.

El telescopio nos ha permitido ver hacia atrás en el tiempo. En astronomía, cuanto más lejos miramos, más nos adentramos en el pasado. Para leer el primer capítulo de la biografía del cosmos, hemos necesitado observatorios cada vez mayores con espejos ultrapulidos que recogen fotones en cantidades industriales. Pero a finales de los 70, los instrumentos de los astrónomos no satisfacían sus ambiciones. Muchos pensaban que los cinco metros del telescopio Hale, en California, eran el límite para un espejo. Y cuando los rusos construyeron en 1976 uno de seis metros, el aparato produjo imágenes aberrantes.

Un físico de Berkeley llamado Jerry Nelson dio con una solución: unió varios espejos hexagonales en un patrón de colmena. El diseño empleaba una tecnología militar llamada óptica adaptativa que corregía las perturbaciones atmosféricas. Había que medir las diminutas variaciones de temperatura del aire para ajustar los espejos del telescopio 2.000 veces por segundo. La rapidez de estos cálculos requería también un superordenador. Todos pensaban que Nelson estaba loco. Pero la controversia cesó cuando en los años 90 los telescopios mellizos Keck I y II –los primeros espejos segmentados– abrieron los párpados desde la cima del volcán Mauna Kea, en Hawai. Funcionaban tan bien que pronto hubo una legión de proyectos pisándoles los talones. Desde entonces, los espejos segmentados son los líderes en megatelescopios ópticos.

Y tras espiar el cosmos desde la Tierra, los instrumentos de observación conquistaron los cielos. En 1990, el transbordador Discovery colocó a 593 km sobre nuestras cabazas el telescopio Hubble. Libres de los efectos de la turbulencia atmosférica, las mediciones de este anteojo robótico han sido una de las mayores fuentes de conocimiento sobre el espacio interestelar.


Pero volvamos a la Tierra. Si Galileo levantara la cabeza, se sentiría orgulloso del último bastión de los monoespejos, el Very Large Telescope (VLT) del Observatorio Europeo Austral. Los cuatro telescopios de 8,2 metros de diámetro son la culminación de la interferometría óptica, que une el poder de cada espejo y multiplica su resolución.

Los científicos pretenden construir la próxima generación de telescopios con espejos de más de 40 metros de diámetro, y en el futuro, de hasta 100 metros, situados en los altos desiertos. El siguiente paso será colocar en órbita ojos capaces de vislumbrar los primeros instantes del universo. Al igual que el instrumento de Galileo, quizá los nuevos sensores nos obliguen a desechar lo que damos por sentado. De todas formas, ya nada será igual.

0 comentarios:

Publicar un comentario