Los choques entre cuerpos planetarios han marcado la diferencia entre su ser y no ser.
Uno de los problemas más interesantes y actuales en la astronomía moderna es saber cómo se formó y evolucionó ese pequeño barrio a las afueras de la galaxia en el que vivimos: el Sistema Solar. La comprensión de los mecanismos que llevaron a su formación y el estudio de las circunstancias que acabaron por moldearlo en la forma en que lo conocemos, pasa inevitablemente por la comprensión de los fenómenos relacionados con los procesos colisionales. Esto, que parece una obviedad, dada la gran cantidad de cráteres visibles en las imágenes de la Luna y de todos los demás cuerpos planetarios con superficies sólidas es, sin embargo, una conquista científica del último cuarto del siglo XX.
El descubrimiento y reconocimiento geológico de numerosos cráteres de impacto en la superficie de la Tierra condujo al estudio, en las décadas de los setenta y ochenta, de distintos tipos de cráteres de impacto y a la comprensión de los procesos físicos involucrados en su producción. Estos descubrimientos dieron origen a numerosos estudios relacionados con los procesos de acrecimiento, por medio de esos impactos, de los planetesimales, embriones de planetas en sus fases iniciales, que son la base de la explicación de las fases intermedias de la formación planetaria.
En los primeros tiempos de la formación planetaria, las órbitas de la gran cantidad de planetesimales presentes en el Sistema Solar eran prácticamente circulares y se encontraban en el mismo plano, por lo que la mayoría de colisiones ocurrían a bajas velocidades relativas. Esta situación favoreció el acrecimiento acumulativo y la formación planetaria.
En el otro extremo del amplio abanico de posibles colisiones interplanetarias están las que tienen como resultado las fragmentaciones catastróficas. La diferencia entre la formación de un cráter y una fragmentación está en la menor o mayor energía de una colisión y esto está relacionado con la menor o mayor velocidad a la que esa ocurre.
Si bien nunca se ha podido observar directamente un evento de fragmentación, sí que es posible detectar sus efectos observando el cinturón de asteroides. En esa zona del Sistema Solar, situada entre las órbitas de Marte y Júpiter, existe una gran cantidad de pequeños cuerpos rocosos, asteroides que jamás consiguieron agregarse para formar un planeta. Júpiter parece ser el principal responsable de este aborto planetario, dado que, con su gran masa, pudo perturbar las órbitas de los planetesimales allí presentes, de forma que las colisiones entre ellos iniciaron a producirse a velocidades relativas muy elevadas, inhibiendo el acrecimiento y favoreciendo la destrucción por colisiones de los embriones planetarios de esa zona.
Estos eventos catastróficos dejaron huellas dinámicas, las denominadas familias de asteroides, que hoy podemos observar e interpretar como los fragmentos producidos por colisiones extremadamente violentas, ocurridas a velocidades relativas de varios kilómetros por segundo.
En la actualidad y por la importancia de comprender en profundidad estos mecanismos que moldearon nuestro Sistema Solar, se realizan estudios que abordan el problema desde distintos enfoques. Por una parte se llevan a cabo experimentos de laboratorio sobre objetos de pocas decenas de centímetro de tamaño, para encontrar patrones en la fragmentación de distintos materiales por colisiones a altas velocidades. Por otra, se realizan complejos modelos y simulaciones numéricas para intentar reproducir sintéticamente estos procesos naturales tan violentos y peculiares.
Este tipo de colisiones debió ser muy frecuente en todo el Sistema Solar en las fases finales de su formación, cuando los planetas ya estaban prácticamente formados y ejercían sus perturbaciones dinámicas sobre los residuos de esa formación.
Especialmente en las proximidades de los planetas gigantes que se fueron formando (Júpiter, Saturno, Urano y Neptuno), los encuentros cercanos con éstos variaron la forma de las órbitas de los planetesimales, con el resultado de aumentar las colisiones altamente energéticas y destructivas.
Este fue, verosímilmente, el origen del cinturón de asteroides y del cinturón de Edgeworth-Kuiper (conocido también como de objetos transneptunianos), zonas del Sistema Solar que, por esta razón, retienen todavía las señas de la evolución planetaria y que representan, en buena medida, el material primordial del mismo. Su estudio y comprensión se revela así de fundamental importancia en el ámbito de las ciencias planetarias y en la comprensión de los mecanismos de formación del Sistema Solar.
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